Parecía andrógeno, como una babosa, como un caracol y quién sabe qué otras cosas, todas esas cosas que caen en la indeterminación de género. Parecía femenino, a veces, por cómo estaba sentado, con una pierna sobre la otra, justo la parte trasera de su rodilla alzada tocaba la rodilla de apoyo. Su cadera era angosta y no parecía tener más de veinte años. Veinte años prístinos y por como miraba, veinte años vividos. Miró hacia el cielo y su ojo brilló. Era verde, con pestañas crespas. También era masculino, sí, tenía una suave barba que no había sido rasurada en dos días. Su chaqueta le quedaba justa y los blue jeans, sumamente ceñidos al cuerpo. Vestía rosado y colores tierra, vestía de ella y de él. Vestía hermosa, se le veía feliz, mientras me miraba, sentado, en aquella esquina, en la esquina de un lugar también indeterminado, justo al lado de la plaza donde hace más de quince años di un beso.
Y por indeterminado quiero decir desconocido. Una especie de hogar ajeno, un espacio recorrido durante cientos de noches adolescentes. Un lugar recorrido y, sin embargo, olvidado. Me parece familiar, me parece conocido, lo he visitado, pero no doy con él ¡No doy con él!
Le muevo una mano y ella se para, me sonríe y se acerca. Y luego quedo tieso, como esperando su cercanía. Y justo cuando la veo a menos de cinco metros, un deseo de tocarla me invade, un deseo de sacarle ese estúpido jeans y esas bragas de leopardo que no juegan conmigo.
Era alta, él me gustaba, lo supe de inmediato. Y me agarró el muslo y me quedó observando o esperando una reacción. Lo único que sentí fue una sensación de placer que empezó justo en el centro púbico. Y simplemente me dejé abrazar y tocar. En ese preciso momento me hubiese podido haber hecho el amor. Y, no obstante, no hizo nada, sólo me abrazó y me puso en su pecho, olía a sudor refrescante.
Al cabo de un instante me pide un cigarro.
- Yo no fumo. -Le dije.
- ¿No fumas?
- No
- ¿Y por qué no?
- Nunca he fumado.
Entonces sacó dinero del bolsillo y se fue a un negocio sin decir nada, ni siquiera me dijo “espera”, absolutamente nada. Y me fijé en sus pasos, piernas juntas, casi como modelando, casi meneando sus muslos recogidos alzados por el efecto del stretch. Y le miré la espalda ancha, le miré el cuello, su perfil, su lejanía y me detuve en su olor a hombre y en la textura femenina de su piel y en sus colores revueltos que no dicen nada. En el aro en la oreja, en el tatuaje que se dejaba apreciar por el cuello y en la silueta indecisa, y en muchas cosas más, en muchas. Y pronto desapareció, tras una esquina.
Y al pasar el tiempo no llega, se demora y cuento los segundos. Un brazo robusto me coge por atrás, rodeando mi estómago y me hace girar rápidamente. Era ella, nuevamente, era ella justo delante de mí, hermoso sujeto, tenía los labios pintados y me besa en la boca, me besa, me besa, me besa en la boca, mordiéndome de vez en cuando el labio inferior y respiro su aliento y siento como sus labios arrastran la cremosidad del rouge por mi piel.
- Te quiero.- Le dije. Y él sólo sonrió.
Sacó un cigarro y me lo pasó. Lo detuve en mi mano y entonces comienza a darle chispa al encendedor y se acerca para prenderlo. Chupé el tabaco hasta que la llama agarrara independencia. Tosí.
- Nunca he fumado.- Le dije.
- No importa.
- ¿No te importa? ¿de verdad?
- Claro que no, nadie muere por fumar una sola vez.
- ¿Y por amar una sola vez?
- Tampoco.
Tampoco. Nadie muere de amor, nadie. Y todos vivimos por él, para buscarlo. Me mete la mano en el bolsillo del pantalón y comienza a mover su mano de arriba hacia abajo, luego pone su otra mano por debajo del pantalón sin desabrochar nada y siento como sus dedos se mueven libremente, apretando y agarrando, acariciando, con cariño, con soltura, con lentitud, con determinación, con determinación hasta perecer en su brazo, salivando y exhalando un aire tibio pronto a desaparecer entre la humareda capitalina. Se queda quieta y me habla de algo que olvidé.
Se empapa los labios de más rouge y vuelve a besarme. Y antes de recibirla en mi boca le dije que la quería. Le dije tantas cosas, recuerdo, que ya no importa tratar de repetirlas, estupideces idílicas, sandeces retóricas y huecas.
Y justo en el momento en que dejé de besarlo miré a mi costado y pude verme reflejado en la vitrina de una librería. Y entre las últimas novedades literarias, justo entre ellas, mi imagen apareció fantasmal, trasparente, hueca, repleta de color rojo, de aquella cremosidad grasa. Un cosmético esparcido por mi cuello, por el rostro en su plenitud. Y con mis manos traté de esparcir el rouge de manera homogénea hasta dejar de ser quien era, para volverme roja, para volverme rojo, para dejar de ser quien era.
Me solté el cabello y deje escapar una melena negra. Me Colgué de su cuello y reí con euforia. Era feliz.
— Roberto A. Svec |